No es de sabios ni de eruditos darse cuenta que la
palabra perdón conlleva a un estado anímico
puro y estable. Tampoco es de inteligentes ni de cultos experimentar cuál
es la acción que nace cuando se pide
perdón y cuál es la reacción al
recibir el perdón.
Sumergidos en un mundo lleno de frases construidas,
lenguajes adaptados, palabras que emergen porque simplemente quedan bien; nos
acomodamos en un espacio de confort; transformamos las relaciones humanas en
necesidades personales como si de un muñeco se tratase. Las adecuamos,
manipulamos, falseamos y descartamos.
Nos movemos por códigos, algunos políticamente
correctos (polite), otros, un tanto
especiales (rude) donde se disparan
mensajes sin darse cuenta que los sentimientos no contienen una barra
protectora. Parece ser que aquellos, los “políticamente correctos” son capaces
de perforar en lo más recóndito del “otro” donde el orgasmo y el placer esta
vez, son manifestados por el lenguaje: herir y quedarse a gusto, de eso se
trata.
Por otro lado, aquellos que están acostumbrados a
afrontar la vida sin límites, donde no interesa si los códigos o el respecto
suelen ser aprendidos desde la infancia; envían de manera directa y sin atajo
el peor de los mensajes… Atacan sin consideración. Sin importar que frente a él
hay uno de su misma especie. Aquí, el único objetivo es lanzar todo lo que nace
de las entrañas, sin utilizar sinónimos o eufemismos. Eliminar, aplastar y
matar los sentimientos de la otra persona, de eso se trata.
Así somos los seres humanos. Aunque también es
cierto que hay muchos que son un tanto grises… Aquellos que, de manera
pacífica, analítica, subjetiva, intentan concensuar y llegar a un punto de
equilibrio. Estos, que a mi entender, son capaces de empatizar para inyectar un
antídoto de verdad (construida) y algo de paz (necesitada).
Todo es fácil: insultar, mostrar el descontento,
convertirse en “justiciero” a través del uso de la palabra, posicionarse en un
bando o en otro… absolutamente todo es fácil, porque nace desde las vísceras,
comienza a remontar y es esparcido utilizando un lenguaje correcto, moderado o
grotesco.
¿Qué pasa luego? ¿Qué sucede cuando el cuerpo
comienza a recomponerse de ese estado “visceral”? ¿Cuándo nos observamos en la
más absoluta desnudez de nuestra intimidad?
¿Soy capaz (como todo ser humano) de analizar mi
comportamiento y re-capitular cada escena interpretada?
¿Me doy cuenta que por mis miedos pongo escudos y
para justificarme actúo como animal salvaje?
¿Observo que detrás de esas palabras mal sonantes
había simplemente un vacío que deseaba llenar?
¿Soy capaz –al menos a mí mismo- de reconocer que
la ira, la rabia y la repugnancia fueron suficientes para actuar como he procedido?
¿Me doy cuenta que arrastro con todo y a todos, sin
importar que algunos intentan que mi evaluación sea algo objetiva?
La acción más cálida, constructiva, sentimental y
sobre todo humana: la valentía de enfrentarse a lo dicho y pedir perdón. Un
acto en el cual no hay frases hechas ni eufemismos para manifestar –desde lo
más puro- el arrepentimiento.
Respirar profundo, con la sinceridad que florece
del corazón y exclamar un perdón contundente… Porque no será más persona quien
actúe primero y practique el acto de pedir perdón, sino quien realmente lo
sienta desde el alma y lo ponga en práctica.
Un perdón que emana y se manifiesta, una palabra
que ilumina la mirada y llena de energía positiva el corazón. Aquél que asume
la valentía de pedir perdón y quien es capaz de recibirlo, fundido en un abrazo
que conecta y reacciona, son seres que asumen una equivocación y, a través de
la madurez y la estabilidad emocional, recapacitan y vuelven al ciclo vital de
todo ser humano: la comunicación.
Porque somos de materia débil, con arranques y misterios propios de todo ser
humano, porque aprendemos a medida que avanzamos, que cultivamos y que nos
mojamos… Porque tenemos el don de la palabra y el carisma de querer… Por ello
estamos especialmente capacitados para darnos cuenta que “meter la pata”,
“pisar el palito”, “meter la gamba”, “irse de boca”, “tener un mal día” siempre
tiene solución; siempre.
Jamás es tarde para re-valorar lo que hacemos. Sólo
la muerte nos lleva a lamentaciones y nos deja con deudas impagas. Por eso,
debemos utilizar la inteligencia, la valentía, la sensatez y aprender, una y
mil veces a pedir perdón.
No afecta quién tome la iniciativa… lo que importa
es construir.